
El lunes 13 de octubre se cumplen 94 años del asesinato del educador anarquista y fundador de la llamada Escuela Moderna, Francisco Ferrer Y Guardia, a manos de un tribunal militar en 1909. Ferrer nació en Maresme el 10 de enero de 1859 dentro de una familia católica y monárquica.
Su formación política fue, en un principio, republicana, pero finalmente devino hacia el anarquismo, participando de la lucha sindical.
Ferrer trabajó en el proyecto de la Escuela Moderna, que proponía una educación basada en la evolución real y psicológica del niño, con un enfoque metodológico de apoyo mutuo, soliodario y de una visión crítica de la sociedad.
Su legado ha dado pie para desarrollar nuevas formas de pedagogía, con maestros menos autoritarios y alumnos menos sumisos. Como un homenaje a su obra y a su legado publicamos estos dos cuentos escritos por Claudio Velásquez, educador infantil que ha desarrollado estas pedagogías a lo largo del ejercicio de su profesión.
Esperamos que estos cuentos sean leídos junto a niños y niñas, ya que su carácter simple y directo les puede dejar más enseñanzas que leer a muchos «clásicos» de la literatura infantil.
«Educar al niño de manera que crezca libre de supersticiones y publicar los libros necesarios para alcanzar este resultado, éste es el objetivo de la Escuela Moderna.»
Francisco Ferrer Y Guardia
La Conquista Del Odio
Érase una vez en una tierra lejana y hace tanto tiempo que el recuerdo se ha perdido entre los siglos de los siglos, allá por el norte del continente americano, donde la tierra parece cortada por bruscos golpes de hachas gigantes manejadas por dioses poderosos, que vivía en una bonita aldea una pequeña tribu india.
La vida transcurría tranquila, como sólo hace tanto tiempo era concebida. Los mayores trabajaban, los niños y niñas jugaban y las arenas de los parajes observaban y contaban a los vientos todo lo que pasaba.
Las gentes eran felices con la vida que llevaban. Los pocos terrenos que cultivaban eran de todos y lo que de ahí se sacaba era repartido por igual. Así como con la caza, de la que se encargaban unos cuantos guerreros. Luego otros hacían pieles y sacaban de los animales todo lo necesario para alimentarse. La vida transcurría así desde hacia tanto tiempo que ya nadie recordaba otros anteriores.
Un día como otro cualquiera, llegaron a la aldea unos hombres de piel muy blanca. Todos los acogieron. No eran gente muy acostumbrada a las visitas pero eran hospitalarios si las tenían. Así que dieron una cálida bienvenida a los extraños forasteros. Estos se sorprendieron de tanta cordialidad. Sobre todo cuando veían que no vivían en la abundancia pero que aun así eran gentes tan alegres.
- ¿Cómo parecéis tan felices cuando tan solo tenéis pequeños tipis como vivienda y vuestras diversiones son tan sólo cantar alrededor de una hoguera y mirar las estrellas?
- No sé -decían extrañados los indios-. Siempre fue así y nunca hemos necesitado más.
- Pero no puede ser -los visitantes no podían creerlo-. Dentro de un tiempo y como nos habéis tratado tan bien os traeremos cosas para que vuestra vida sea mejor.
- ¡Fantástico! -dijeron los indios-. A la mañana siguiente los forasteros partieron.
Pasaron meses, incluso estaciones, pero finalmente y tal y como habían prometido, los hombres de piel blanca volvieron. Todos se alegraron del reencuentro. Los extranjeros efectivamente trajeron regalos.
Trajeron un par de rifles para sustituir un par de arcos. Así la caza sería más fácil. Trajeron un par de maquinas manuales para coser ropa. Así esta sería más sofisticada y cómoda. Trajeron un par de barajas de cartas, alcohol y la máquina y fórmula para fabricarlo. Así tendrían algo más que hacer que mirar las estrellas. Y trajeron también, y entre otras cosas, la fascinación por los nuevos regalos y el deseo de tener vidas más fáciles y cómodas.
Las cosas fueron repartidas sin dar demasiada importancia a quién se las quedase. Total, el beneficio lo notarían todos. Como todo era de todos... Sin embargo, hubo dos guerreros que se quedaron con los dos rifles. Aprendieron a manejarlos tan bien que cazaban más que nadie. Al cabo de un tiempo pensaron: «Si cazamos más que nadie, ¿por qué no tenemos más que los demás?».
A su vez, el hombre y la mujer que se habían quedado con las máquinas de coser aprendieron a hacer con éstas muchas más prendas y mejores que las otras y al cabo de un tiempo también se preguntaron: «Si hacemos más prendas y mejores, ¿por qué no tenemos más que los demás?». Esto se preguntaron todos los que se hicieron en su día con los nuevos regalos.
¿Qué pasó? Pues que los propietarios de los rifles dejaron de compartir sus presas, al igual que dejaron de compartir sus prendas los nuevos costureros. Tampoco quería dejar las cartas el que las poseía, como tampoco daba alcohol el que poseía la máquina y la fórmula para hacerlo. Ahora pedían algo a cambio. Pedían lo que el otro tenía. Lo que fuese. Todos querían más. Más comida, más ropa, más diversión. Más.
Algunos podían conseguirlo. Los que tenían los famosos regalos. Los otros no. Surgió así algo que nunca antes habían experimentado. El egoísmo, la competitividad y la envidia.
La pregunta que se hacían los que tenían estos instrumentos para «mejorar vidas» de aquellos hombres blancos, se había resuelto. Habían conseguido lo que querían. Ahora vivían mejor que el resto. La caza ya no se hacía en común, ni la agricultura, ni la ropa. Ahora si querías algo de esto tenías que hacerte con ello. O lo hacías tú, o lo cambiabas por algo que tuvieras.
Hubo escenas trágicas. Algunos murieron por enfermedad. Por ejemplo, un cazador que enfermaba se quedaba sin presas para comer y cambiar por cosas y como ya hasta el hechicero pedía algo a cambio, pues acababa muriendo. Esto pasaba a menudo entre los que no tenían los instrumentos, que eran casi todos.
Así fue como los que tenían los regalos de los hombres blancos cada vez tenían más, porque encima cada vez pedían más a cambio por sus productos y los que no los tenían cada vez tenían menos, eran más pobres y pasaban más calamidades. El odio se hizo con el poblado y así vivieron hasta que los que tenían menos se organizaron y robaron los instrumentos a sus propietarios y los echaron. Esto costó algunos derramamientos de sangre pero al final lo consiguieron.
Decidieron por mayoría que todo volvería a ser como antaño. Todo de todos. Todos aprenderían a manejar los instrumentos en beneficio del poblado entero y estos rotarían de mano en mano cada cierto tiempo. Decidieron por lo tanto que la mejoría y el beneficio sería para todos o para ninguno.
Así consiguieron nuestros amigos de aquella tierra lejana, allá por el norte del continente americano, donde la tierra parece cortada por bruscos golpes de hachas gigantes manejadas por dioses poderosos, volver a vivir en felicidad y fraternidad por algún tiempo.
Y digo algún tiempo porque últimas noticias, traídas por los vientos y contadas por las arenas de esos parajes, dicen que los hombres blancos volvieron.
Un Cuento Al Revés
Érase una vez una tierra hermosa, de donde crecían fuertes ricos cereales y sabrosas frutas, donde pastaban alegres robustas vacas y numerosas ovejas. Érase una vez, también, unos campesinos que araban la tierra, que la sembraban y la recolectaban, que cuidaban del ganado, que lo ordeñaban y lo esquilaban.
Y érase una vez que se era que de todo esto, dueño y señor, un rey era.
Este rey no sólo era dueño de los campos y los animales, sino que también lo era de todos los instrumentos con los que los campesinos trabajaban: los arados, las hoces, las tijeras para esquilar a las ovejas, los pesebres, los establos...
El rey ganaba mucho dinero vendiendo todo lo que de sus tierras sacaban los campesinos. Vivía en un castillo lujoso y nunca le faltaba de nada. No tenía ningún tipo de problema. Además, sus hijos, que nunca habían trabajado, lo tenían todo resuelto, porque siempre le solucionaban la vida en los cuentos para niños. ¡Encima de no pegar ni palo, en los cuentos eran los buenos, los mejores, los más simpáticos y los que tenían la vida más fácil! Que si la princesita bonita, que si el príncipe valiente.
- ¡Vaya morro! -decían los campesinos-. Nosotros trabajando todo el día y sudando como pollos y ellos de aventuritas todo el día. ¡Que buena vida la de protagonista de cuento! ¡Que injusticia!
Los campesinos se tiraban todo el día, como se suele decir, de sol a sol y todo lo que sacaban del campo se lo tenían que dar al rey, pues todo era suyo, y a cambio este les daba un poquito de comida para que tuvieran fuerzas para seguir trabajando y algún dulce para que no se quejasen demasiado.
A los campesinos esto les parecía cada vez más injusto porque eran ellos los que hacían todo el trabajo, y el rey se limitaba a poner las manos para recibir todo lo que tanto esfuerzo había costado sacar. Así que los campesinos estaban cada vez más enfadados y descontentos.
- ¡No es justo que nosotros hagamos todo el trabajo y el rey se quede con todo! -Decían.
- ¡No es justo que sólo nos quedemos con las migajas y los restos! -Exclamaban.
- ¡No es justo y tiene que serlo! -Gritaban al unísono todos juntos.
Así fue como un día decidieron juntarse y poner fin a esta situación. Al principio se les ocurrió negarse a trabajar. Pero llegó el ejercito del rey y los obligó. Luego pensaron en quedarse con algunas cosas del campo, pero llegó el ejercito otra vez y lo impidió. Al final decidieron enfrentarse con el ejercito y quitarle las tierras al rey. Hubo muchos heridos y muertos, y fue una guerra muy dura, pero al final, los campesinos vencieron y se quedaron con las tierras. Derribaron el castillo del rey y construyeron casas para los que no tuvieran, crearon colegios, parques y unos sitios donde te curaban si te ponías enfermo. Los llamaron hospitales. Todo iba a ser gratis y para todos. Todo era de todos.
Así fue como consiguieron vivir mejor. Trabajando un poco menos y tocando a mucho más cada uno. Así fue también como el rey y sus hijos, los príncipes de casi todos los cuentos, aprendieron a trabajar y a vivir sin tanto morro.
«Esta historia fue contada a niños y niñas de 3° de primaria (8-9 años) y de último curso de educación infantil (5-6 años). Todos estuvieron a favor de la reacción del pueblo, sin yo decir, en ningún momento, una sola palabra sobre si los campesinos hicieron bien o mal. Sus interpretaciones fueron libres y sin condicionamientos por mi parte. Ni siquiera opiné cuando un niño de 9 años dijo que habría que acabar con el rey de España y con muchos dueños de muchas cosas.»
«Yo no digo nada... Que piensen solitos, pero que piensen.»
Claudio Velásquez (Madrid, abril de 2000)